Dicen que los hijos traen el pan bajo el brazo, pero por más que busqué, la mía no trajo nada. Mi padre me contaba que cuando alguien hacía esta afirmación, su abuela decía que sí, pero que al pan hay que ponerle mantequilla. Así que debes regresar al trabajo. Hubiese querido que mi licencia de paternidad durara para siempre, pero no fue así. Los días pasan y pronto, demasiado, debes volver a la oficina, a tu lugar de trabajo, a tu rutina diaria. Pero tu rutina nunca vuelve a ser la misma. Ya no puedes pensar solo en ti, o en ti y tu pareja, ahora son tres, o a veces más. Debes aprender a convivir con este caos que se presentó a la puerta de tu casa para instalarse en tu vida. Ese sofá que compraste para decorar tu casa apenas aparece debajo de una pila de ropa, pañales y cosas de bebé. Tu baño deja de ser lo que era y se convierte en una línea de producción: entra un bebé hecho caca, pasa por la línea de desmontaje de pañales sucios, sigue por el chorro de agua y la sección de sanitización, para terminar en la de ensamblaje de bebés limpios. Eso sí, por más que le rezara a Sanseacabó, mis plegarias no eran oídas, pues el producto terminado volvía a la media hora, y todo empezaba otra vez.

Con la práctica uno cada vez se vuelve más diestro en estos menesteres. El tiempo que me tomaba cambiar a la bebé se reducía y mi habilidad para manejar estas tareas aumentaba. (A pesar de que hoy soy un experto, nunca logré descifrar cómo incluir esto en mi hoja de vida, pues no se si son habilidades duras o blandas). Poco a poco, te vas adaptando a tu nueva realidad y a la nueva dinámica de vida que tienes ahora. Las dificultades te hacen más fuerte, dicen. Y pienso que es así. Casi todas las cosas que en un principio nos parecían difíciles se superan. Lo que no se supera es la falta de sueño. Qué difícil rendir en el trabajo cuando sientes que todos los días estás bajo los efectos del jarabe para la tos.

Lo bueno es que con las dificultades también llegan las satisfacciones. Suelen ser momentos en los que el tiempo se detiene y el corazón se te agranda hasta casi no caber en tu pecho. Solo hay que estar atentos. No olvidaré nunca la primera vez que escuché a mi esposa cantándole a nuestra bebé. Después de una interminable noche llena de despertares y en medio del desorden de nuestro cuarto, las vi arrimadas al espaldar de la cama, la una cantando y la otra escuchando a su artista favorita, durante su primer concierto. Desde el marco de la puerta y sin que lo supieran me quedé viéndolas a las dos, a punto de quebrarme de la emoción. Sentía como meter en el último minuto el gol que te da el campeonato, solo que no le celebras eufórico, sino hacia adentro, solo para ti. Entiendes que todo lo que habías hecho antes en tu vida valió la pena, pues todo, sí todo, te trajo a ese momento. Llegaste hasta ese momento por una serie de hechos, acontecimientos y personas que se cruzaron en tu camino. Pero de ahí en adelante la historia la escribirás tú, no sólo la tuya, sino la de tu hijo. Él no te dirá nada, pero te estará viendo. También te estará oyendo. Y eso es lo que aprenderá. Él es tan frágil... Pero te tiene a ti. No solo para cuidarlo, alimentarlo, abrigarlo y protegerlo. También para que le enseñes de la vida, del mundo. Ese lienzo en blanco que te han encargado por algunos años comienza a llenarse de todo lo que pongas en él.